viernes, 30 de septiembre de 2011

Quien no arriesga no gana.

Sentado en la barra del bar, con la cabeza gacha, bebía. No le importaba el que. Bebía. Había entrado, se había sentado, había pedido alcohol del de olvidar, y tomaba una copa tras otra sin levantar la cabeza. Ya se encargaba el camarero de que su vaso no estuviera vacío.
Y supo que ella acababa de entrar. No la oyó, no la vio, pero lo supo. Fue fácil. Cuando ella estaba cerca, el corazón le martilleaba furiosamente, y la cabeza lo martirizaba. Detestaba esa sensación. Esa en la que el corazón te dice que amas una persona, que lo quieres todo con ella, por ella y para ella. Esa sensación de dependencia. Esa en la que el corazón discute con la razón, que argumenta de una manera fría y letal contra él. Porque por mucho que cada fibra de su ser material la amaba con todas sus fuerzas, la mente seguía insistiendo en recordarle lo que le había hecho sufrir, lo que había jugado con él.
Le recordaba que si ella estaba ahí era para humillarlo. Y entonces lo entendió. No la amaba. Solo quería lo que no podía tener. Apuró su última copa y la miro a los ojos con tal furia, que la sonrisa que ella estaba esbozando murió en sus labios, siendo sustituida por una mirada primero de duda y luego de terror. Pero él era su juguete. Ella era la que hacía daño. Ya se encargaría ella de que todo siguiera así. Es por eso por lo que decidió seguirle fuera, a la oscuridad, sin pararse a pensar que ahora ella era el juguete, y que pronto sería un juguete roto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario